miércoles, 26 de agosto de 2009

Automatismos



Trabajo en un edificio inteligente. Al menos eso dicen.
Esta mañana, las puertas de cristal de célula fotosensible que dan paso al hall estaban averiadas. Así que tuve que dar un rodeo para entrar por una puerta en la trasera del edificio, de madera blindada, con cerradura mecánica y mucho más fiable. Un vigilante me abrió.
Mi oficina está en el piso doce. Pero los ascensores estaban averiados. Subir por las escaleras de servicio ya no era una buena noticia, aunque lo tomé con calma.
Cuando llegué a mi despacho, el lector de tarjetas digital se empeñaba en que yo no era Estévez, sino González. Y me denegaba el acceso. De nuevo tuve que avisar a un miembro de seguridad. Afortunadamente las comunicaciones internas funcionaban, aunque todas las líneas de acceso al exterior han tenido caídas durante el día. Por si la jornada no estaba resultando estresante, el aire acondicionado ha dejado de funcionar.
Y ahora, cuando son ya las once de la noche, termino de escribir esta historia con lápiz y papel, porque los ordenadores del edificio se han bloqueado. De hecho, no puedo llegar siquiera a la puerta de madera para salir a la calle, porque otras puertas automáticas me lo impiden. Estoy encerrado.
Los vigilantes se han marchado, confiando todas las tareas al sistema informático de este estúpido edificio.

Imagen vía Flickr

Sufijos discrepantes



Quise escribir la historia de un tipejo delgaducho que vivía en un pueblecito. Cada día iba a su trabajo montado en un borriquillo. Su empleo consistía en manejar una prensa de aceituna. A veces llevaba de vuelta a casa unas garrafitas de aceite en los capazos de su borriquito. Con el aceite y una hogaza de pan alimentaba a sus chicuelos.
La historia prometía, pues tenía pensadas muchas anécdotas para ese señor.
Sin embargo, a él no le gustó el principio de mi relato. No se sentía bien como tipejo delgaducho, y pretendía ser un tipo delgadito. Entonces ya me obligaba a hacerlo vivir en un pueblucho e ir a su trabajo montado en un borricuelo para alimentar a sus chiquitos. Hasta ahí no existía mayor problema, pero no hubo manera de que llevara el aceite en unas garrafejas, porque el cuento quedaba muy feo y se estropeaba.
Así pues, dejé de escribirlo.

lunes, 24 de agosto de 2009

El curandero - Javier López



Fui al curandero con un dolor de espalda de los que nunca se acaban de quitar. Me habían dicho que ese hombre imponía las manos en la zona afectada y, en un máximo de tres sesiones, cualquier dolor desaparecía.
Yo no creo en esas cosas, pero hay veces que probar no cuesta nada... o mejor sería decir que cuesta "la voluntad".
En cuanto llegué adonde atendía, sin saludarme aún empezó a hacer una crítica de mi modo de vida:
—No debería llevar esos aparatos encima, le acabarán matando —dijo señalando el ipod, el teléfono móvil y el gps que siempre llevo conmigo— y sobre todo, debería desconfiar de los médicos.
—Los necesito para mi trabajo —contesté sin mucha convicción, obviando la segunda parte de su advertencia.
—Túmbese ahí, boca abajo —me ordenó mientras señalaba una camilla cuya higiene dejaba bastante que desear.
Mientras me masajeaba la zona lumbar escuché una especie de gemido. Pero mi postura no me permitía mirar hacia atrás, así que no le di demasiada importancia. Sin embargo, empezó a preocuparme dejar de notar la presión sobre la espalda que había estado haciéndome el curandero. Unos segundos después me giré para ver qué ocurría. El curandero yacía en el suelo, en postura fetal y con ambas manos sobre el pecho. Había sufrido un infarto.
De inmediato llamé con el móvil a urgencias. Como no comprendían bien el lugar donde vivía el curandero, pasé el plano del gps al ipod, vía bluetooth, y lo envié por email. Los servicios de urgencia llegaron en pocos minutos.
Después de aquello me sentí mejor. Mi dolor de espalda seguía igual, pero acababa de salvarle la vida al curandero.

domingo, 23 de agosto de 2009

Recuerdos y olvidos

A veces el olvido trae recuerdos de otros olvidos. Entonces comienzo a percibir nítidamente en qué consistieron aquéllos; cuáles fueron los hechos, circunstancias, detalles que traté de olvidar en cada una de las ocasiones. Y aparecen el dolor, el desengaño, la desazón y el miedo.
Alertado, intento inmediatamente recordar, para dejar atrás cuanto antes este nuevo olvido que tan malos recuerdos me trae.

El blog

El blog era su diario. En él escribía cada noche lo que había hecho durante la jornada, analizándolo con humor ácido a veces, adornándolo con hermosas palabras en otras ocasiones, iluminándolo con imágenes y engalanándolo con músicas. Pero siempre siendo fiel a lo que hubiera acontecido durante su día.
Ésa fue la clave para que lo detuvieran por el triple asesinato, a los que puso letra, imágenes y música aquella misma noche.

Historia encontrada

Mediaba la tarde cuando me encontré una historia en mitad de un camino. Era una historia inconsistente aún, como el carro tirado por un burro que veía venir de frente. Pero una historia al fin y al cabo, e insistía en ser escrita.
El carro rebotó al pasar sobre una piedra y el burro rebuznó. Ya al menos tenía algún elemento más para contar una historia.
Cuando pasó por mi lado, el burro me invitó con un gesto a que me sentara en el carro para continuar escribiéndola.
Ya tenía mi historia.

Ouija - Rafael Vázquez

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Perdimos contacto definitivamente con los difuntos. Dijeron que no podian estar seguros de que no fuéramos en realidad ellos mismos preguntándose y respondiéndose a sí mismo, a sus propios miedos, a alguna parte de su oculta naturaleza. Y después de decir esto no volvieron a entablar contacto más con nosotros.

Óbito



Imagen: Radnor St. Cemetery

Era el día de su entierro. El problema es que se sentía más lleno de vida que nunca. Había gozo en su corazón, risa en su alma, amor en sus pupilas. Su familia y sus amigos habían decidido que era hora de decirle adiós. Las flores primorosas, el cajón oval, la música sutil, el café y los cigarrillos. Y él, paseando por todas las habitaciones, tratando de convencerles que era un error, mírenme, carajo, por estas venas corre sangre todavía. No había caso. Era como si no existiera.

Le limpiaron, le vistieron con el mejor de sus trajes, el de matrimonio, le peinaron y le engominaron el bigote de gallardo coronel. Y él reclamando, que no, que nunca había llevado el cabello para la derecha, que nadie me conoce en esta familia, esos lentes son para leer, esos zapatos siempre me causaron calambres. Daba lo mismo. Lo colocaron en el cajón como a un delicioso recién nacido.

Llegaron los dolientes, las lloronas. Se tomaron el café y se fumaron los cigarrillos. A él, ni una mirada. Él, en su cajón, soltaba su diatriba.

Lo enterraron a las cinco de la tarde, sin lluvias, sin grandes ceremonias, vivo.

sábado, 22 de agosto de 2009

La carretera



Los hombres estaban pintando las líneas. "Será el último día después de ocho meses", pensé ayer en el momento que vi las marcas blancas más o menos rectas sobre el asfalto negro de la carretera.
He seguido su evolución, día a día, desde que empezaron picando y cavando sobre el suelo árido de aquella especie de páramo que veo correr paralelo a la ventana de mi tren matutino.
Durante estos casi ocho meses los he visto llegar a las 7:32 de la mañana, en la oscuridad o con las primeras luces hace unos meses y ahora ya con el día claro. Bajaban del furgón del presidio y comenzaban la tarea. Cuando regresaba de mi trabajo, allí seguían. En invierno con el frío de la tarde, y en esta época del año bajo un sol voraz. Siempre he pensado que la carretera era una mezcla de betún, piedra desmenuzada y fluidos humanos.
Hoy, cuando como cada mañana he subido al tren y me he puesto en la ventanilla que da al otro lado de la estación, los hombres ya no estaban allí. La carretera tampoco.
Antes de que el tren se haya puesto en marcha, he visto venir el furgón del presidio a lo lejos. Otros presos se han bajado. Han comenzado a picar y cavar sobre el suelo árido de aquella especie de páramo.