martes, 23 de febrero de 2010

Sin ella - Olga A. de Linares

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Siempre había creído en sus promesas, aunque la realidad se empeñase a diario en desmentirlas. Le tomó una vida aceptar su falsedad. Y fue entonces que, harto de mentiras, estranguló a su esperanza... Ahora, no sabe cómo seguir respirando sin ella…

Amor eterno - Olga A. de Linares

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Por años le huyó, convencido de que ese amor terminaría destruyéndolo. Le espantaba su mirada gris, los labios de ceniza, el cuerpo de humo habituado al frío y al silencio; odiaba su fidelidad perruna, su presencia insistente y callada. Pero, con cada fracaso, su sombra fantasmal volvía para recordarle, sin palabras, que le pertenecía para siempre.
Y por fin, vencido, se abrazó a su soledad.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Máscaras - Olga A. de Linares

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¡Carnaval, carnaval!
Al grito todos nos colocamos las máscaras, nadie puede ver la propia, como siempre sucede.
Esta vez, es fácil adivinar el rostro ajeno tras los antifaces, tras los simulacros.
Reímos, captando de inmediato el ridículo que no nos pertenece, ilusionados con la idea de que, en el reparto, el azar nos deparó una suerte más digna. Pero el azar no tiene esas delicadezas, y es muy probable que la nuestra sea la más grotesca.
Alguien pide auxilio, la máscara, impávida en su muerta blancura, la asfixia. Antes de que logre su cometido la arrancamos, dejando inerme el rostro desnudo que, de inmediato, reclama el cobijo de otra.
Algunas se resisten a favorecer ocultamientos, pero al cabo resulta inevitable hallar la que mejor se ajusta a cada uno.
Llega la hora de las palabras. Cada quien las caza, como a oscuras liebres en un bosque aún más oscuro, y se enmascara revelándolas. Curvas y líneas se suceden, diciendo, no diciendo, mostrando, no mostrando.
Punto final. Es el momento de descubrirse.
No es posible partir con ellas, no hay negativa que valga.
Lo intento. Imposible. La máscara se funde a mi rostro verdadero (ya olvidado), lo reemplaza. Deberé ir por el mundo con esta faz que ignoro, y evitar todo espejo que señale su falsedad —o su verdad—, ambas igualmente irremediables.

Pequeña muerte azul - Ikal Bamoa

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Vi a los ojos a la termita azul. Los busqué, creí encontrarlos. Vi su mirada distrayéndose y volviendo a encontrarme. ¿Estará hecho de madera? ¿Será dulce? ¿Estará habitado ya? No supe bien qué pensaría. Pero sus ojillos parecían desafiar a mi piel.

La miré largo rato. Movía y removía sus minúsculas antenas. Con nerviosismo, hubiera pensado, si no la hubiese visto tan dueña de sí. La escuché. ¡Decía tanto su silencio! Hablaba de deseo, de apetitos nuevos, de esperanzas valientes. Tuve un poco de miedo. Ella, no. Ni pizca.

Puse mi dedo sobre ella, despacio. (Tal vez sintió la temperatura bajar un poco, por la sombra que le cubría). Mi dedo fue acercándose, bajando hacia su cuerpecillo. (Tal vez llegó a sentir el calor de mi masa corporal). Pero no se movió. No parpadeó siquiera. Mi dedo la tocó. Ella se mantuvo firme, me amenazó una última vez. Ejercí una veloz presión asesina…

Lamenté por un segundo haberle dado muerte así. Quise retirar mi dedo, no lo hice. De hecho, lo restregué un poco sobre la mesa. Finalmente, sentí el helado escalofrío de la culpa. Cobré una vida. Robé una vida. Extinguí una vida. Maté.

Ella no me había hecho nada, salvo amenazarme. ¿O lo imaginé? ¿No estuve seguro de haber sentido su desafío mortal? ¿No llegué incluso a tener miedo? Me da vergüenza recordarlo. Me siento tonto. Cobarde. Asesino. ¡Mira lo que hiciste! Culpa, frío. Pesar en mi corazón.

Levanto el dedo, miro la punta, busco el amasijo azulado que quedaría. Nada. Perplejo, extiendo mi mano junto a la otra. ¿Dónde se metió? Se… ¿metió? Una cosquilla dentro de la piel de mi palma, acusa la verdad. No fue broma. Ella sabía bien lo que decía. Y yo también. Fui advertido.

martes, 2 de febrero de 2010

2010 - Isabel González



Este año no fui. Yo, que secretamente había asumido cada año el alma y el ritmo de la fiesta. Hubo brillos, comidas en exceso, sonrisas enlatadas, 240 uvas y 80 besos.
Nadie sabía por qué aquel fin de año no había sido, como siempre, memorable, divertido, entrañable y tierno. Por qué no sonaron las canciones de sus vidas que acercaban un rato sus recuerdos y sus cuerpos. Por qué no bastaron el alcohol, la compañia ni fueron suficientes las lentejuelas, el confetti ni las serpentinas.
Yo lo sé —pensé desde la estantería, quieta en esa foto en que me tienen.

Publicado por Isabel González en su blog  Hoy voy a escribir

lunes, 1 de febrero de 2010

Aprendizaje - Manuel Pérez Bañez

A Oscar le enseñamos a hablar. Primero aprendió a nombrar a las personas de la casa. Luego, a reconocer objetos humanos como las llaves, el móvil o una cuchara. Mas adelante obedecía órdenes sencillas. Finalmente, en un alarde de inteligencia aprendió a reconocer y nombrar los principales colores: el rojo, el verde y el azul. Todo ello conllevó un enorme esfuerzo y muchas horas de ensayo. Oscar se aplicaba verdaderamente en recordar y repetía a conciencia las palabras sin descanso noche y día.
Al principio era digno de admiración para los visitantes de la casa. Con el tiempo, su diminuto cerebro comenzó a enredar las cosas. A Luisa la llamaba "azul”, a las llaves “Miguel” o al verde el “móvil”. Sus frases se hacían cada vez más surrealistas. Decía “Brrrr. Azul. Azul. Brrr.Ya está aquí azul. Hola Azul” y cosas por el estilo.
Gracias a Oscar aprendí a darme cuenta lo que cuesta aprender cualquier cosa en esta vida y también que nada te garantiza que lo que hayas aprendido te vaya a servir para algo. Ah, lo olvidaba: Oscar es mi periquito.