martes, 13 de octubre de 2009

De lirios - Oriana Pickmann



Aspiré lo último que quedaba de aquel cigarrillo compartido. El mundo ya no sería igual.
Mientras caminaba a algún lugar que no recuerdo, vi al arco iris proteger, como si fuera una bufanda, a una iglesia abandonada. Los ríos me hablaban pidiéndome que naufragara en ellos. Las casas de la ciudad se levantaban iluminadas ante mí, en esa noche oscura que todo se lo comía. Los cuervos dormían mirándome y me preguntaban si podían sacarme los ojos, pero yo no les hacía caso.
Finalmente, llegué a ningún lado, me recosté y juré que nunca más volvería a estar cuerdo. Déjenme aquí, con mi sonrisa, hablándole a estas flores.

Imagen: Flower Power

Una cierta evolución - Ikal Bamoa


  1. Decidido a escapar de mi condición de personaje secundario, esperé a que se durmiera para reescribir algunas palabras.
  2. Envalentonado por mi nueva condición de protagonista, decidí continuar y, cuando me di cuenta, la historia era otra por completo.
  3. De pronto me di cuenta que entre el eco de las líneas vacías, escuchaba mi propia voz y supe que me había vuelto también el narrador.
  4. Confundido y tembloroso, interrumpí un momento el relato para cerciorarme de que, allá afuera, aún dormía.
  5. Había ido demasiado lejos, pero sólo avanzar parecía posible ahora que era un flagrante usurpador a punto de ser sorprendido y reescrito.
  6. No lo pensé más, lo borré todo y comencé de cero, esta vez mi rol sería sólo el del autor que duerme mientras un personaje se rebela.

Generaciones - Javier López



En casa hay problemas por falta de entendimiento. Mis hijos y yo somos de generaciones diferentes. Quizás, para que se entienda bien, he de explicar el origen de cada uno de nosotros.
A mí me generaron por arte de magia. Mi padre era ilusionista, y echó a mi madre unos polvos mágicos, de los cuáles nací. Eso me contaron.
Nuestro hijo fue generado digitalmente. Por eso, desde pequeño, ha vivido aislado entre videoconsolas, pecés y teléfonos móviles. Tantos elementos de comunicación, y sin embargo con la familia no habla nunca.
Y mi hija nació por generación espontánea. Al menos eso dice mi mujer, pues ella no estaba embarazada cuando fui a Ruanda en misión humanitaria, para alimentar a unos chiquillos famélicos con viejos conejos sacados de la chistera de mi padre. Y cuando volví me encontré con el regalo metido en una cuna.
La comunicación en casa es mala. Porque, para colmo, mi mujer es coreana, y todavía no ha aprendido a decir ni una palabra en nuestra lengua. Más bien, yo diría que no la aprenderá nunca. Afortunadamente es pequeña y no ocupa mucho espacio. Pero por lo demás, todo son inconvenientes. Es incapaz de mediar en el conflicto entre nuestros hijos y yo.
Hoy nuestra falta de entendimiento parece haber llegado a un punto sin retorno. Estábamos en la mesa y le pedí a mi hijo que me acercara la sal:
—01000100 —respondió binariamente, haciendo caso omiso y sin mirarme a la cara.
—Mitosis, meiosis, gónadas —intervino mi hija, tan espontánea como siempre.
—Ming —apostilló mi mujer, sin que yo entendiera nada.
—Abracadabra —sentencié, y salí dando un portazo del comedor.
Ya no tengo dudas. En casa existe un grave problema generacional. Mi familia y yo jamás podremos entendernos.

Eso era - Manuel Pérez Bañez



Fotografía de Herbert List vista en El Ángel Caído


Esa mañana las aguas andaban revueltas y sin embargo, todo parecía suponer que era una mañana como todas las mañanas en su pequeño mundo. Algo no iba bien, algo que en su húmeda e incipiente conciencia no sabía materializar pero que —eso sí— le hacía suponer que tras ese preciso instante, todas las mañanas de todos los días de todos los escasos años de su vida iban a parecer como transcurridos en un oscuro túnel, una especie de limbo, un líquido amniótico en el que flotó privado de memoria desde el preciso instante de haber nacido. Eso era...
Hasta entonces, su plácida y previsible existencia no admitía incertidumbres. Estaba allí, no sabía ni de dónde ni como había llegado. Ni siquiera sabía si había nacido allí, ni tampoco la misma naturaleza o sentido de su existencia. Eso era...
Ahora, el cristal del pequeño acuario dejaba ver el mundo y empezó a sospechar que su centro debía estar en otro lugar atisbado allá en el horizonte, muy lejos del pequeño mundo de agua y de cristal que hasta entonces había sido su único y seguro lugar. Estaba confuso, como salido de un profundo hechizo, tal vez fruto de nadar incansable e hipnóticamente en círculos, ajeno a las lunas, a las mareas y las estaciones. Eso era. Unos ojos de cristal que veían como su, hasta ahora único mundo, era una gota de agua que nunca llegaría a ser océano. Pudo llorar y tal vez lo hiciera. Eso era o tal vez fui: un pez llamado deseo.