viernes, 12 de noviembre de 2010

El nuevo cartero - Javier López

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Cuando llegó el nuevo cartero al barrio, los vecinos no dejábamos de tener quejas sobre él. De hecho, pensábamos denunciar la situación ante el Jefe de Correos, pues ese empleado repartía las cartas aleatoriamente, sin tener en cuenta a quién iban dirigidas.
Esa situación comenzó hace un año. Sin embargo, de nuestro enojo inicial y de las reuniones que mantuvimos los vecinos para tomar medidas, no se ha vuelto a decir nada.
Y es que el irresponsable cartero, sin saberlo, ha dado un nuevo sentido a nuestras vidas. A Don Alberto le encanta recibir las demandas por impago que tendría que recibir Don Salvador. Alguna vez me ha comentado cuánto disfruta con esas amenazas y órdenes de embargo que le lanzan los bancos, sabiendo que no van dirigidas a él. Don Antonio está encantado con las ofertas de coleccionismo que recibe, que iban dirigidas a Don Luis, el maestro. Ya ha comprado varias colecciones de libros y alguna otra de relojes y figuras de porcelana.
Y yo… cómo voy a protestar, si he descubierto el amor en las cartas de Julia, una deliciosa desconocida que se dirige a alguien cuyo nombre es igual que el mío.
Un año después, en lugar de quejarnos, creo que echaremos de menos a este cartero insensato, el día que decidan sustituirlo.

Ilustración: "Leyendo una carta" (1980), de Howard Hodgkin

El equipaje - Javier López & Oriana Pickmann

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Llegué a la estación de tren en taxi, el mismo en el que pensaba marcharme cuando me hubiera deshecho de la maleta que me acompañaba, y que no permití que el conductor metiera en el portaequipajes.
La estación estaba bastante transitada a esa hora. Una maleta olvidada en una estación vacía resultaba demasiado sospechosa. Pero eran las 11:30 y, entre el tumulto, esperaba que nadie se percatara y pusiera en alerta a los agentes de seguridad antes de que yo hubiera huido.
Me situé en un lugar donde había bastante gente, cerca de las pizarras electrónicas en las que se anunciaban salidas y llegadas. La dejé en el suelo, junto a mis pies, y aproveché un momento en que nadie parecía mirarme para empezar a caminar. En principio despacio, como si paseara, pero conforme me iba alejando de aquella maleta de cuero y textil, a punto de estallar, fui aligerando la marcha. Atravesé la puerta de salida y, justo cuando iba a agarrar el picaporte del taxi —que me había estado esperando—, para abrir la portezuela, una mano se apoyaba en mi hombro:
—Señor, ha olvidado su maleta —una voz grave sonó detrás de mí.
Ya era la tercera vez que fracasaba. De nuevo no podía deshacerme de aquella pesada carga en la que había encerrado mis temores, mis malos recuerdos y las peores experiencias de mi vida. Tendría que volver a intentarlo. Quizá pudiera conseguirlo en la próxima estación...

Cuchicheos al amanecer - Carmen María Hernández

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Desperté un poquito más aletargada que otras mañanas. ¡Qué alivio! Las cucarachas que soñé por la noche no estaban ahí. Me puse de pie y sentí un ligero mareo. Caminé a duras penas hacia el baño y desde la puerta vi algo que me despertó por completo: más de veinte cucarachas bajo la regadera, como haciendo un semicírculo, hablando de quién sabe qué. Entré, e hicieron silencio. Yo hice como que no las veía. Ellas apenas se movieron, como si yo no les importara. Me lavé los dientes mirándolas de reojo, me sequé las manos en una toalla que igual que el día anterior, estaba húmeda. Por qué no habré comprado un insecticida ayer en el súper. Salí ignorándolas por completo, pero apenas cerré la puerta tras de mí le pegué el oído y ¡Sí! Las cucarachas cuchicheaban otra vez. —¡Vieron que no la soñé! —Dijo una. —¿De dónde habrá salido? —Yo les dije que había humanos por aquí  —le contestó otra—. Pero no se preocupen, conozco un humanicida lento pero seguro, de uso tópico. Lo derramé ayer sobre la toalla de manos.

Justo a tiempo - Sergio Gaut vel Hartman



—Te voy a matar —dijo Jacinto; giró sobre sí mismo y recorrió el gran círculo que abarcaba casi toda la habitación buscando algo con qué golpear a Susy. La mujer, que adivinó el movimiento, supo que la expresión vidriosa, sanguinaria y a la vez recelosa de Jacinto indicaba que no era una broma, que realmente se disponía a matarla. Habían llegado al final del camino. Encontró una tijera sobre la cómoda, la aferró con la mano derecha y enfrentó a su esposo jadeando. Él consiguió un florero estirando el brazo izquierdo con un movimiento salvaje, perturbador... En ese mismo momento se abrió la puerta del ropero. René, el andrógino bisexual, amante de Jacinto y Susy, salió empuñando una pistola en miniatura, tan diminuta que parecía uno de esos cuernitos que venden en las panaderías. No dijo nada. Simplemente disparó. Estaba harto, o harta, de ambos. Jacinto no llegó a ver la muerte de Susy. Susy, en cambio, llegó a tiempo para evitar que el florero se hiciera añicos contra las cerámicas del piso. Era un Ming, auténtico, pueden creer lo que les digo.

Inutilidad - Sergio Gaut vel Hartman



El terreno alrededor del laboratorio humeaba como si la sustancia gelatinosa hubiera entrado en combustión espontánea. Los dispositivos de la red informática habían iniciando una reacción en cadena y el humo que se desprendía del plástico quemado tenía un aspecto siniestro. Harley, por razones que no entendía, había caído en ese lugar desde algún otro, situado a mucha altura, pero aunque era sapo de otro pozo, adivinaba que la situación era de suma gravedad. Si estos imbéciles han iniciado una reacción en cadena y no la logran detener, reflexionó, la seguridad de todo el continuo espacio-temporal está en riesgo. ¿Hasta dónde llegará? Era un pensamiento melancólico, aunque no por ello menos realista. Junto al laboratorio habían aparecido cinco grandes grietas y por las fisuras brotaba un líquido que se difundía con rapidez, corroyendo vorazmente todo lo que se interponía en su camino. Harley oyó un redoble sordo y persistente bajo sus pies, como si la explosión de los materiales desconocidos que se habían acumulado debajo de la superficie hubiera incitado a una criatura colosal y enfermiza. El cielo se oscureció. Y esta microficción dejó de tener sentido porque no quedó nadie para leerla sobre el planeta, o por lo menos en ese plano de realidad.

Apuesta - Sergio Gaut vel Hartman



Subió los escalones con decisión y nos dio la espalda. Las plumas estaban sucias. El portero le dijo algo, pero no podíamos oír las palabras por culpa de la distancia. Siempre la culpa. Al principio pudimos ver que estaba tenso, aunque luego pareció relajarse; empezó a moverse y metió una mano, la izquierda, en el bolsillo. Luego retrocedió tres pasos y sacudió la cabeza. Apunté con cautela y disparé. Le di entre las alas, que se tiñeron de verde casi de inmediato.
—Dame mis quinientos —dije extendiendo la mano.
—Ni siquiera cayó al suelo y ya estás reclamando la plata, ¡roñoso! —Sofía metió la mano en el bolso y sacó los quinientos. Me los dio como con asco.
—¿Es un vegetal? —dijo Marco frunciendo el ceño.
—¿Por? —Para mí era irrelevante a qué reino pertenecía.
—La sangre, es verde.
—No es sangre, idiota —escupió Sofía—. Este mata a un ángel sin que se le mueva un pelo y vos suponés que es un vegetal. No sé por qué me acuesto con ustedes.
—No es un ángel —dije—. Si lo fuera no habría muerto.
—No morí —dijo Bruno levantándose y viniendo hacia nosotros—. No soy un ángel, pero tengo sangre verde. ¿Es importante?
—Es irrelevante —dije. Vacilé un momento y le devolví los quinientos a Sofía. Ella ni me sonrió.

Tiempos modernos - Javier López

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—Madre, todas mis amigas del colegio tienen ya una. Van rápido, tardan poco en llegar y pueden dormir hasta más tarde.
—Ya te he dicho muchas veces que esos potentes vehículos motorizados nunca me han gustado. ¿Cuántas de tus compañeras no habrán tenido ya un percance por ir subidas en esos cacharros?
—Pero hay que ir con los tiempos. Te prometo que no me compraría una demasiado grande. Si no me dejas tenerla, me obligas a ir a la escuela en algo que va más despacio que un patinete. Todas mis compañeras me adelantan por el camino y se ríen de verme con ese artilugio anticuado.
—Pues hija, vas a tener que conformarte. Así que coge tu escoba y ve volando a clase, que se te hace tarde. Y si las madres de tus amigas les han comprado esas aspiradoras modernas, algún día se lamentarán cuando tengan un accidente grave.

Imagen: Madre e hija (Carl Larsson)